Aurora
Una ráfaga de viento frío recorrió mi columna de arriba abajo, haciéndome
estremecer. Debían hacer varios grados bajo cero. Me subí mas el cierre de la chaqueta,
si es que eso era posible, y mis manos se refugiaron cobardes en el único abrigo que me
protegía de la helada.
Abajo mío, una corriente de agua plateada reflejaba, un su superficie solida, una
luna brillante como el sol mismo. El campanar de la iglesia marco el inicio de una nueva
jornada.
No habían venido. Sonreí satisfecha y alcé las manos en señal de victoria, a la vez
que mi sombra argentada resplandecía con fulgor.
Pero fue en vano; no habían terminado de dar las seis cuando los vi. Mis gestos se
congelaron a mitad de camino y terminaron convirtiéndose en desagrado, como cada día.
Allá donde mi vista terminaba una gran masa negra se alzaba. Una a una las
sombras de la ciudad se reunieron, sigilosamente, en el puente donde me encontraba,
formando una gran barrera. A medida que avanzaban escuche un quejido agonizante,
casi imperceptible. Música para mis oídos. Entonces, como por arte de magia, divise otra
cosa. Del otro lado un resplandeciente caballo dorado, en lo alto de un edificio, que,
levantado en sus patas traseras, relinchó.
El efecto fue inmediato, la sombría masa retrocedió acelerando el paso, temerosa,
al compás del galope de los cascos; huyendo. Y con ellas mis últimas fuerzas. La manada
me cegó al pasar junto a mí, y siguiendo la línea del oeste, partieron cumpliendo su
misión, ahuyentando los vestigios de una noche acobardada. Iluminando, calentando y
destruyendo. Cobrando fuerza con el alba. Haciendo vibrar mi monumento en el río.
El tráfico había avanzado, la gente siguió trajinando, cada uno volvía a su habitual
rutina, ignorando los pasos de fuego que antes habían surcado el mismo camino que
ellos.
Cuando me quise dar cuenta, me habían atado, debilitada, a aquella fuente de luz
y no pude refugiarme. Resignada empecé a arrastrarme por mi lecho desprovisto de
estrellas hasta el ocaso.
Anne
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