Esther

Vivir era morir. Morir era vivir. Esa es mi conclusión. Pero no todo el mundo se daba cuenta de esto. Algunos rogaban, gritaban, se desesperaban por seguir muertos. Ninguno quería vivir.

Llevaba ya cinco meses encerrada en aquel calabozo, y sin embargo, parecían años. Había visto muchas cosas, demasiadas. Sin embargo la cúspide de todo fue cuando llegué: la miseria humana en su máximo esplendor. El piso bañado en restos humanos. El ambiente cargado de podredumbre. Las paredes manchadas con desperdicios de esperanzas, de condenas alargadas, de promesas vivas. Dignidad no era una palabra conocida. La locura era el plato del día. Y todos los que se quedaban en la muerte odiaban la idea de la vida. No entendían lo que significaba su liberación. Su boleto hacia un futuro. Ilusos…

El rechinar de la puerta me indico que al fin viviría. Me levanté escoltada por ángeles en muerte dirigía mis pasos al patio central, mis pensamientos eran alegría pura.

Subí los escalones al escenario, el último de mi vida. Me arrodillé ante Dios, por última vez muerta. Y viví.

Ahí me de cuenta de que estaba equivocada.

Los recuerdos me golpearon brutalmente.

“Lo conocí cuando tenía once años. Su nombre era Salva y era maravilloso; me hacía sentir todo lo que una niña de doce años no había sentido nunca. Mariposas en el estómago, brazas ardientes en los pómulos y gelatina en las rodillas. Me ayudó a relajarme del ambiente en el que vivía, me hacía volar en una nube de pensamientos, endulzaba mis días con su sonrisa. Pero nuestros pequeños momentos no eran infinitos; cada vez que volvía a casa vivía un pequeño infierno, lleno de reglas y obligaciones, limitando mis alas y encerrándome, conteniéndome.

Dos años más tarde, mamá se enteró de lo que sentía por Salva; de nuestra pequeña extraña relación, y me prohibió verlo. El recuerdo de la ira, la sensación de incomprensión tan horrible, que se atragantaba en mi garganta, me sacudió por dentro. Recuerdo que la prohibición sólo lo hizo más interesante, y que mi vena rebelde exultaba adrenalina cada vez que lo veía. Con el paso del tiempo las sensaciones fueron cambiando: una jungla en el estomago, el fuego del infierno en mis pómulos y mis rodillas hechas sopa. Y ahí, en medio, mi madre. Opresora. Odiada. Obstinada.

Cada momento estaba guardado en mi corazón, con mucho cariño, un tesoro inolvidable, mi secreto más profundo. Su manera de pedirme disculpas, inevitablemente después de cada pelea (tuviera o no la culpa), se quedó grabada en mi memoria con fuego, con amor: “¿Borrón y cuenta nueva?” A pesar de que nunca pudo entender porque yo no podía salir libremente con quince años nunca me presionó para indagar en esa llaga. Secretamente maldecí a mamá por separarnos… Sin embargo esto se agravó los pocos meses, pasé a aborrecerla con mi alma; papá había conseguido trabajo lejos, ella me forzó a permanecer allí durante casi un año. Recluida.

Fue demasiado, él ya había cambiado. Fue tan negativo el impacto que tuvo la separación en él, que cayó en vicios. Fue tan doloroso ver sus labios, con sabor a libertad, ennegrecidos por el libertinaje. Fue tan fuerte verlo pasar de boca en boca, y que yo me hubiera quedado a mitad del camino, mitad de la evolución, mitad de su vida.

Todo eso y la insistencia de mi progenitora materna me llevaron a alejarme de él por mucho tiempo. En el transcurso de mi educación media una influencia estructurada (patrocinada por el apoyo de “mamá”), llevó a otra, y así conocí a aquel que se convirtió en mi novio. Del noviazgo al matrimonio hubo un solo paso, y por mucho que llegué a encariñarme con él, nunca lo amé como amé a Salva. Eso se vio claramente un año antes de la tan ansiada boda cuando me reencontré con él. Empezamos a salir, y a los seis meses ya no podía más. Me confesó que no me había dejado de amar, me pidió que no me casara; que me fuera con él. Sobrepasada por la situación le conté a mi futuro marido que sentía por Salva, que lo mejor era cancelar la boda. Su única respuesta fue que me amaba. Que lucharía por mi amor. Que lograría que lo amara.

Después de eso decidí casarme. Nunca olvidé, ni olvidaré la cara de Salva. Su desolación, su tristeza, su odio hacia mí.

No. No era odio. Era peor: decepción. ¡Todo hubiera sido tan fácil si tan siquiera me odiara! No. “Simplemente” lo defraudé.

A todo esto, madre, se enteró de lo ocurrido. Presionó. Recriminó. Acusó. Amenazó. Día y noche, hasta que yo, cobarde, le admití con la cabeza gacha, que lo mío y de Salva fue una tontería.

Al poco tiempo de casada, me fuí a vivir a la ciudad. Donde, a pesar de vivir tranquila y contenta, nunca fui feliz. Dos años mas tarde volvimos a nuestro pequeño pueblito, un paraíso en miniatura. Ahí, obviamente, vinieron los recuerdos, y con ellos, los recordados. El reencuentro fue un tanto incómodo, pero (gracias a la madurez) al poco tiempo empezamos a salir en grupo. Esto llevó a que termináramos compartiendo alguna que otra comida juntos. Entre almuerzo y almuerzo, nuestros lazos se estrechaban. El tiempo había templado nuestros carácteres y convertido nuestro amor en un gran durmiente, esperando despertar. La oportunidad se presentó en una de nuestras reuniones particulares cuando, Salva volvió a declarar su amor eterno hacia mí, y una vez más espero un gesto enorme de amor; quiso que abandonara a mi marido. Que me divorciara. Yo no fui capaz. Por mis hijas; por la gente; por mi madre. Y me odié por ello. Insistía, a pesar de los años, en que no era buena persona. ¡Cómo se notaba que no lo conocía!

El día que le dije que no por segunda vez fue peor. Pensé que podría soportarlo, fui mentalizada. Pero nada te prepara para esa mirada. Mi nombre nunca sonó mas melancólico: “Esther”

Creo firmemente que, a pesar del puñal que siento en el pecho al recordarlo, hice lo correcto. El pudo mejorar, abrió una tienda con un par de socios, y empezó a salir con una secretaria. Estoy convencida de que en ese momento se olvidó de mí. Yo nunca fui más feliz por él. Estuvieron juntos alrededor de dos años, y al vivir en otra ciudad, difícilmente nos veíamos. Pero las tradiciones no se olvidan, y para mi trigésimo tercer cumpleaños, como de costumbre, me llamó. Recuerdo una broma, fuente de mi fiesta de cumpleaños pospuesta, sobre su línea del tiempo, demasiado corta. Qué risa amarga la de esa noche… después todo paso demasiado rápido, casi no pude hacer nada. Un mes y estaba en el hospital. Un mes y estaba en la morgue."

Dicen que “mala hierba nunca muere”, ¿Qué otro motivo necesitan para creer en su bondad? Lenguas venenosas de la gente envidiosa.

Yo, personalmente, enloquecí. Ahí fue cuando me dí cuenta de que redimía y era redimida. Ésa es mi misión. Tenía que empezar con él, mi salvador, mi Salva. Lo busqué incluso mas allá de la tierra. Eso conllevó “ataques de pánico” algo violentos, que cobraron alguna que otra vida. Así se selló mi destino. Sólo esperaba que me recibiera, a pesar del tiempo entre nosotros, como la primera vez que estuvimos juntos.

Moría para vivir, vivir de nuevo junto a él.


Anne

Comentarios

Entradas populares