Izan Zen


Todo empezó aquella noche. En aquel puente, a la obscuridad de la tinieblas, cuando los grillos se habían ido a dormir y las cigarras, desmayadas en sus camas, ya no cantaban; cuando todavía era muy temprano para que los pájaros despertaran, y las flores amanecieran. En esas horas de interludio, donde el sol y la luna conviven, y por algunos, pocos, minutos, su amor se hace posible. Bajo la titubeante luz del farol, y la insistente mirada de las estrellas, fui testigo del fin de una era, y del comienzo de otra. Una mujer, encapuchada, encorvada, se acercaba caminando lentamente. Se detuvo a mitad de camino, parsimoniosamente se giró, observando el fluir del río, y su corriente. Una mueca de enojo se dibujó en su cara. Algo parecido a una mano se detuvo a abrir su gabardina, y una luz refulgente se apoderó del área. Un viento repentino se encargó de hacer volar su capucha, dejando al descubierto un pelo largo, interminable y oscuro, de un negro azabache increíble. Por un momento la noche se hizo día y ambos se fundieron, convirtiéndose a la vez en día, y en noche. Tras la momentánea ceguera que le siguió al estallido de luz, pude apreciar una flor, la más maravillosa, inigualable y hermosa jamás vista, saliendo del pecho de la chica. Gracias a la reciente iluminación vi el rostro de la misteriosa dama. Unos prominentes pómulos enmarcaban su cara; en ella, unos labios, carnosos y delicados, una nariz, un tanto respingona, una tez, suave y blanca, y el punto culminante sus ojos, que en aquel momento se mantenían cerrados, con sus pestañas, largas y curvas, del mismo color de su pelo. Lo impresionante de su figura fue, cuando, sus ojos se abrieron de par en par, mostrando un paralizante color blanco; en ellos, pude apreciar, también, lo que pensaba, lo que sentía, y su historia. Millones de imágenes se instalaron en mi cabeza, mostrándome cien vidas distintas, y a la vez, iguales. En todas ellas, la misma flor; entre todos los capullos, algunas variaciones, mínimas: unas pintitas de más, un pétalo menos. Aturdida, trastabillé y caí sentada. En la cara de la joven se pintó un gesto de dolor y su cuerpo, segundos antes mínimamente elevado, se desplomó inerte a un lado de la calle, dejando la flor y el aura de luz que nos rodeaba en medio del aire, sobre el río. Entonces, tan rápido como todo había llegado, se fue. La flor, tras un rayo rojizo que cruzó el ambiente, aparentemente de una paz inquebrantable, cayó. Una ira terrible invadió mi ser, y miré sulfurante hacia la dirección en la cual había provenido el intruso que osó interrumpir la tranquilidad. Olvidándome de la chica, del frío de la intemperie, me lancé al agua, siguiendo el rastro luminoso. De alguna forma, conseguí alcanzarla antes de que tocara fondo, pero en el mismo momento en el que la palpé me volvió a absorber un fulgor completo, tan abrumador, que perdí la consciencia.

Solo recuerdo haberme despertado, en el mismo lugar en el que caí, y ver pasar de largo, caminando, a la misma chica que antes vi morir…







Anne

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